Revolución Francesa

Parte 4: Un Rey en París: Monarcas v/s Revolucionarios

Los patriotas con su reciente victoria parlamentaria (en que la Constitución contemplaría una sola cámara y limitaría el veto real a dos legislaturas) reaviva las intrigas contrarrevolucionarias en la corte.

Como reflejo de ello Luis XVI se comienza a mostrar contrario al proceso constituyente, y se niega a firmar los decretos del 4 de agosto y la Declaración de los Derechos del Hombre, e hizo ir a Versalles al regimiento de Flandes. El 1 de octubre en un banquete que ofrecen los guardias de corps al regimiento de Flandes, se dedican numerosos “viva el rey”, sin mención alguna al proceso vivido o a la nación, además se comenzaron entre el grupo a distribuir escarapelas negras (símbolo monárquico) en vez de las tricolor (símbolo de la Revolución) las cuales incluso pisoteaban, repitiéndose en los días posteriores dicha situación.

París se entera de lo ocurrido y estalla la indignación. Su nivel de ira fue tal, que en una invasión al Ayuntamiento, ni Lafayette ni la Guardia Nacional pudieron detenerlos. Desde ahí parte una marcha hacia Versalles, encabezada por mujeres para encarar a Luis XVI, quien logra calmarlas bajo promesas momentáneas. Pero en la madrugada un gran grupo de alborotadores penetra el palacio de Versalles, llegando incluso a los aposentos de la misma reina, quien alcanza a escapar por poco. Muchos guardias de corps fueron asesinados, siendo puestas sus cabezas en picas, y acompañando la procesión que lleva a Luis XVI, María Antonieta y el Delfín a París.

El 5 de octubre fue un día decisivo, desde ese momento la familia real residiría en el Palacio de las Tullerías, junto al pueblo (y bajo su vigilancia), Versalles quedaba abandonado. Todos los diputados también marcharon a París, instalando a la Asamblea en la sala del Manège de las Tullerías, ahora podían hacer su tarea sin miedo a un golpe monárquico, la violencia quedaba en el pasado. El Alcalde Bailly decreta la Ley Marcial en París el 21 de octubre de 1789, pacificando el ambiente, con lo que la Asamblea se avoca completamente en su trabajo de reforma.

Luis XVI vive la experiencia de convivir con el pueblo y junto a María Antonieta, parecían habituarse, mostrándose bastante cercanos a la gente. En febrero de 1790 acude a la Asamblea Nacional con un sencillo traje negro, jurando defender la “libertad constitucional” y de educar al Delfín como un monarca constitucional. Era saludado por los demás como Luis el Justo, el Bueno, el Sabio e incluso el Grande.

Hubo una aparente reconciliación del rey con el pueblo, pero en un ambiente muy «exaltado y patriótico». Visualizado en detalles, como que los símbolos revolucionarios se difundieron por todo el País, la escarapela tricolor, los Árboles de la Libertad y las fiestas cívicas.

La idea de fraternidad estaba en todas partes, por ejemplo, a finales de 1789 se comienzan a formar “federaciones”, que eran pactos de ayuda entre los regimientos de las diversas Guardias Nacionales del País (como ocurrió con las Guardias Nacionales de Bretaña y Anjou, cuando por medio de un encuentro a las orillas del Loira, declararon su adhesión a la “santa fraternidad”, renunciando a toda rivalidad futura), momento desde el cual ya no habrían bandos, sino que serían todos ciudadanos franceses.

Todo se corona con la celebración del primer aniversario de la toma de la Bastilla en París, celebrando una “federación nacional”. Se realizó un desfile de 22.000 guardias nacionales de toda Francia en el Campo de Marte, luego vendría una misa, donde los “federados”, comenzando por Lafayette, jefe de la Guardia Nacional de París, prestaron el juramento de “fidelidad a la nación, a la ley y al rey”. Luis XVI, así mismo juró mantener la Constitución en virtud de su poder otorgado por el pueblo.

Lafayette: Al estallar la Revolución el marqués de Lafayette tenía 32 años, pero a su corta edad ya contaba con experiencia en las revoluciones, ya que con solo 20 años marchó a América en busca de aventuras y para combatir contra los ingleses, pero vuelve en calidad de héroe, pero sobretodo transformado en un “Liberal”, que deseaba una monarquía constitucional en su patria. El movimiento del 14 de julio lo puso al frente de la Guardia Nacional de París, acusado incluso de ser instigador del asalto a Versalles. Durante los 2 años siguientes, Lafayette actúa al modo de un Washington, contribuyendo con su carisma a consolidar la monarquía constitucional. La fiesta de la “Federación” de 1790 marca el punto máximo de su gloria. En 1791 disuelve mediante las armas una manifestación antimonárquica en el Campo de Marte, convirtiéndose en un personaje “sospechoso” para los jacobinos. En 1792 con la caída de la monarquía, se exilió a Austria.

Monárquicos y Patriotas

Desde el traslado a las Tullerías el 5 de octubre de la familia Real, afianza el bando que se oponía a la Revolución, los “monarchiens” (monárquicos). Pero se disuelve prontamente, tras la retirada de sus principales líderes (como Mounier). El liberalismo a la inglesa (con una monarquía al mando), ahora era solo defendido por unas pocas personas aisladas, que denunciaban el radicalismo, la intimidación ideológica que ejercía la Revolución (sobretodo contra algunos moderados, que temían hasta incluso decir que pensaban, ya que se sentían exigidos a creer o a morir en caso contrario).

Los monarchiens son relevados por un nuevo grupo, los “aristócratas o negros”, aquellos nobles y parte del clero, que no aceptó los cambios de la Revolución y aspiraban a un retorno de la situación nacional anterior. Formándose en la asamblea un grupo de diputados de este bando, hábiles en el arte de la provocación y el sabotaje parlamentario, se reunían en clubes particulares como el Club de los Aristócratas o la Sociedad de Amigos de la Constitución, que contó con algo más de 150 miembros.

Frente a ellos en la Asamblea, otra minoría, los que aspiraban a desarrollar “plenamente” la Revolución, que ocupaban en la sala el escaño de la “izquierda”, lo que sería una costumbre a lo largo de la revolución (lo que determina la concepción actual de izquierda y derecha en política). Entre ellos estaba el “triunvirato” de Barnave, Lameth y Duport, que combatieron contra el veto absoluto del rey y las dos cámaras. Asociado a ellos aparece Robespierre, que defendía el sufragio universal. Con la llegada de la realeza a París, sus reuniones las hacen en un convento de los dominicos, llamados “jacobinos” en Francia (nombre debido a que su primera sede fue en la calle de “Saint-Jacques” de París), que en un principio era limitado a los diputados, pero luego se abre a otras personalidades.

El «club de los jacobinos» tenía de todos modos un carácter “elitista” (sabemos que pedían cuota para su ingreso), y era un foco de debate de los proyectos de la Asamblea, siempre con la mira si respetaba o no, los Derechos del Hombre. A mediados de 1790 contaba con 1.000 afiliados, y tenía amplias conexiones con sociedades locales de distintas ciudades de Francia, transformándola en un canal relevante para transmitir al país el desarrollo de la Revolución.

Luego surge otro club, de naturaleza distinta, los “Cordeliers”, llamados así porque se reunían en un convento de franciscanos nombrados así, por la cuerda con la que ceñían su hábito. Fue fundando en abril de 1790, no exigía cuota de ingreso, lo que lo hizo para clases más populares, y también era abierto para mujeres (los jacobinos no las aceptaban). Al igual que los otros grupos fue una plataforma de vigilancia y presión sobre la Asamblea, pero más pluralista, con personalidades del vulgo parisino.

La radical disidencia de la derecha monárquica, unida al cuestionamiento frecuente de los demócratas (o moderados), ponía a la Revolución en una situación compleja. No triunfaría solo en base a proclamas idealistas, y el conde de Mirabeau era el más consciente del riesgo que corría el proceso. Un hombre muy activo en inicios con el proceso de Revolución, aunque ya en 1790 pensaba que había que poner un freno, pero no encuentra aliados en esa enmienda. Odiaba a Lafayette, que con planes similares a los de él, provocaba desconfianza en el triunvirato (quienes eran el grupo más activo y brillante del momento). Mirabeau era un hombre frustrado, al no poder conseguir su ambición de convertirse en ministro, y llevar a cabo su programa por medio de la Asamblea, el cual impedía a los diputados formar parte del gobierno.

De todos modos, si la Revolución no se “frenó”, se debe a una política en que el propio Mirabeau tuvo responsabilidad directa, la política en torno a la “religión”.

«Conde de Mirabeau«: hijo de un ilustre noble de Provenza, Honoré-Gabriel Riqueti tuvo una juventud aventurera y llena de escándalos amorosos, con lo que ganó la enemistad de la familia de su esposa y la de su propio padre, llegando incluso a conocer varias prisiones de la monarquía. Se afilia a la francmasonería y se lanza a la escritura, con obras pornográficas y denuncias políticas. En 1789 es elegido diputado en los Estados Generales (por el Tercer Estado, ya que renuncia a pertenecer a la nobleza), acá es donde destaca por su oratoria encendida y su firmeza en momentos críticos (como cuando encara al enviado del rey a disolver la recién proclamada Asamblea Nacional). Pero desde octubre de 1789, cambia a una ideología más moderada, era partidario de estabilizar la Revolución (que se iba saliendo de las manos), por lo que entra en tratos con el gobierno de Luis XVI, para frenar la Revolución. Lo que da inicio a la desconfianza de sus compañeros de la Asamblea. muere en 1791 y es el primero en ser enterrado en el Panteón (lugar de hombres ilustres), aunque la revelación de sus tratos con la corte trae el desprestigio póstumo.

El problema de la Iglesia católica

Lo más complejo que debió enfrentar la Asamblea Constituyente, fue la Iglesia católica. Los diputados estaban decididos a terminar con sus privilegios económicos y la abusiva concentración de propiedades. Así fue como la primera medida llega el 11 de agosto de 1789, donde abolieron los diezmos (sin indemnización) y el 2 de noviembre del mismo año, las tierras eclesiásticas (10% de los bienes raíces del reino) quedaban a disposición de la nación. El argumento era que la Iglesia solo era depositaria de bienes concedidos por la realeza para garantizar la manutención del clero, lo cual pretendían seguir haciendo, pero con el dinero luego de hipotecar sus bienes. Pero eso nunca ocurriría, las propiedades eclesiásticas serían simplemente vendidas, y la Iglesia fue considerada una institución pública más, pudiendo ser intervenida por las autoridades como lo realizado en otros dominios. Se planteó convertir a los sacerdotes en portavoces de la Asamblea Nacional, haciéndoles leer los decretos que esta aprobaba.

En 1790 la Asamblea dejó de reconocer los votos monásticos, dando así libertad a los monjes para abandonar sus reglas. Por último, en mayo de 1790 la Asamblea decide discutir la ley que regularía la organización de la Iglesia, esta fue la “Constitución Civil del Clero”, promulgada en julio del mismo año. A modo de abstracto de la ley, pretendía racionalizar la estructura eclesiástica, estableciendo una diócesis para cada departamento, democratizarla (curas y obispos elegidos por el pueblo), garantía de igualdad (estableciendo un salario mínimo para los curas a costo del Estado). En el fondo no era una ley en contra del Clero, de hecho, la parte humilde del clero la vio con buenos ojos para salir de la pobreza y terminar con la diferencia de estatus propia de la Iglesia tradicional. Además, prolongaba la tradición galicana, como una Iglesia francesa autónoma frente a Roma.

Ahora todo dependía del papa Pío VI, que aceptara la nueva legislación y autorizara al clero francés a cumplir con un requisito de la ley, que es prestar juramento de fidelidad a la Constitución para recibir el salario del Estado.

Pío VI se mantuvo en silencio por varios meses, pero luego expresa su opinión radical contra una Constitución que suponga suprimir el control del papa sobre la iglesia francesa (parte de ella). La Asamblea a esto responde marcando un plazo para prestar juramento. La Iglesia se divide así en dos grupos, los “constitucionales”, que juraron y los “refractarios”, que se negaron (de todos modos, la Iglesia fue casi enteramente contraria). La fractura llega cuando Pío VI en marzo de 1791, condena la Constitución Civil y los principios mismos de la Revolución, estableciendo así públicamente su bando contrario a la Revolución.

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